TORNAREM A VEURE LA MAR (Volveremos a ver el mar)

TORNAREM A VEURE LA MAR

TORNAREM A VEURE LA MAR

(Volveremos a ver el mar)

Siempre me ha gustado el estilo literario y la forma de pensar de Elvira Lindo. Cuando hace un par días se viralizó su artículo “Niños sin banda ancha”, no pude más que saltar de alegría ante tanta empatía condensada: por fin alguien que exponía sin muchas florituras lo que vengo defendiendo desde que empezó este confinamiento. Y es que, cuando te toca ser la aguafiestas del grupo de whatsapp de profesores, te das cuenta de que, en pocas palabras, tu realismo nunca fue pesimismo: fue el más sincero de los realismos, sin más pretensiones. El tutorial curradísimo de uno de mis compañeros de profesión en el instituto, en el que explica con cariño y detalle como acceder a las Aulas virtuales de la plataforma Moodle, no llegará, por desgracia, a todos mis alumnos. Es más, estos días de teletrabajo docente le dejan a uno claro que “no hay horarios, se ha de estar permanentemente disponible y este ambiente laboral coronahistérico se ha llevado al extremo al mundo escolar1 . Y esto es así aún cuando tu trabajo no vaya a llegar a ningún lado o, mejor dicho, a todos los lados que pretendías: algo que, por otra parte ya nos suele pasar.

Profesores y alumnos hemos descubierto una realidad educativa virtualizada de pronto, mediatizada a la fuerza. Los mensajes a toda hora y por cualquier medio de estas pasadas semanas me hicieron recordar la primera vez que alguien contactó conmigo, hará ya unos tres cursos escolares, un sábado por la noche mediante la dichosa Moodle. Al ver el aviso de mensaje no daba crédito y menos lo dí al abrirlo: una alumna estaba tratando de pedirme ayuda tras haber sido agredida sexualmente. No sabía qué hacer ni cómo actuar y estaba, me decía, asustada y sola en su casa (ya que la agresión se había producido en el ascensor de su comunidad y el agresor, un vecino, vivía un piso más arriba) En pleno ambiente manadahistérico, no pude más que calmarla como buenamente se me ocurrió e invitarla a denunciar, aparte de abrazarla fuerte ese mismo lunes en el insti y secarle los lagrimones que le caían al contármelo. Ahora resulta que nos falta el abrazo: no habrá ni abrazo ni riña el próximo lunes para la alumna que, histérica también de tecnología, contactó conmigo por teléfono el último día de evaluación al ver en la Moodle un mensaje en la calificación de su examen que decía “no puedo abrir el archivo”. Un whatsapp a mi número personal a la desesperada: sin un “hola” sin un “cómo estás”, sin un “Gema ¿te lo vuelvo a enviar?” Nada: únicamente “mi suspenso, mi nota, mi suspenso, mi suspenso por un archivo que no se abre”. Mi nota.

En ese momento una se pregunta si de verdad les ha enseñado alguna vez a ser así (es más, si alguna vez les ha enseñado algo) y si, realmente, era necesario transmitir ese estrés frenético estos días, ellos a nosotros y nosotros a ellos, para llevar a cabo un cambio de paradigma que ya hace que debería haberse dado. Personalmente llevo trabajando con plataformas virtuales en educación desde hace ya unos años y en concreto con la bendita Moodle desde que empecé a dar clase en la pública. No creo en el negocio editorial de los libros de texto y ninguno de mis alumnos los utiliza (a excepción de 2ª de Bachillerato en Filosofía por practicidad de cara a la EVAU) . Elaboro materiales propios y voy tomando ideas de aquí y de allá. Sí es cierto que pido a mis pupilos que trabajen algún libro de estos que llamamos “de lectura”, pero no dejo que ni siquiera esto introduzca la más mínima brecha de desigualdad: siempre trato de facilitar el texto en pdf o fotocopiarlo piratamente en la reprografía del centro a quienes detecto que no se lo pueden permitir por otro medio. Lo siento por la franqueza, pero es que no me da la gana que nadie se gaste “los dineros” innecesariamente en algo que yo puedo conseguir de otro modo: creo que para eso también me pagan. Las plataformas virtuales, los sistemas telemáticos en general, han ido ganando terreno en la empresa privada y, aunque la mayoría de los entes públicos de educación disponen de uno u otro soporte que permite la gestión académica, tanto de contenidos como de tareas, la brecha digital es sólo la punta del iceberg de las desigualdades entre nuestros alumnos. No es sólo que pueden no tener acceso a las redes por falta de recursos sino que ahora, en plena crisis coronahistérica, deben tener gestionadas y a punto sus cuentas de correo y contacto con los profesores y el centro en la Conserjería educativa correspondiente. Además, se les presupone con acceso a los sistemas y soportes requeridos para esta nuestra nueva realidad educativa: diferentes apps, cámaras, dispositivos de fotografía y escaneado, ordenador, tablet y demás deben ser los materiales disponibles en casa. Si esto ya puede suponer una brecha considerable, siempre habrá quien diga que “son los menos”, que “todos tienen un móvil con el que apañarse” o que “no vengan ahora con mandangas, que los padres tenían que estar pendientes de usuario y la contraseña”. Y es que la brecha también la ponemos los profes en muchas ocasiones, para qué negarlo. No diré yo que no sea así, yo que hace un par de semanas me he visto diciendo a mis propios alumnos (de la forma más amable posible que me permitía mi coronaestrés) que yo no podía gestionar las claves de acceso a las dichosas aulas por ellos y que, en mi caso, la sacralizada Moodle era un criterio de la asignatura y que la tienen a su disposición hace dos cursos ya, como estoy cansada de decir en clase (suspiro…)

Mi pareja también es profesor, así que el nivel de coronahisteria ha llegado en nuestro salón de casa, nuestra nueva trinchera infinita educativa, a cotas de riesgo: ambos dos tutores, teléfono en mano intentando localizar a padres y alumnos y echando más horas que un sereno ante nuestros respectivos ordenadores. Una realidad en la que, me figuro, se ven reflejados muchos profes estos últimos días y seguro que no pocos se preguntan, como yo, qué podemos sacar de bueno de toda esta situación. Estoy convencida de que todos, profes y alumnos, virtualizados o no, aprenderemos a echarnos de menos, a soportarnos en la distancia mediática y a valorar lo hermosa que es un escuela. Echaremos de menos ese hacer tribu propio del recreo, el olor a masa humana y el griterío de los pasillos… Echaremos de menos a la gente con la que hacemos educación día a día, codo con codo, superando los obstáculos de nuestras respectivas necedades. Desde que empezó el confinamiento he sentido el calor y el agradecimiento de muchas personas: el reconocimiento de padres y alumnos, el “pase usted primero” en la cola del supermercado al verme embarazada, el “esta noche hacemos una videollamada” de mis mejores amigas, la bondad de las personas ajenas que te escriben para preguntarte, simplemente, como estás… Creo que es cierto lo que dice mi pareja y, si todo va bien, volveremos a ver el mar en menos de lo que pensamos. Debo creerlo por mí, por mis alumnos, por mi hijo: me he prometido salir más fuerte como docente y como mamá de esta crisis y no dejar ni una chuleta fuera del asador. Y es que, seguramente, ese mar que espero estará mucho más limpio sin unas Pascuas de plásticos y turistas. Y seguramente también, tendremos que volver a plantearnos, después de todo esto, la transparencia de un sistema educativo que sigue anclado en el conductismo del aprendizaje y que olvida la poderosa vertiente emocional y transformadora en la que debe fundar su futuro como agente de cambio social.

Nunca seremos los mismos y, por eso, necesitamos replantear la estructura: la democratización del conocimiento no podrá ser nunca una realidad si no la acompañamos de amor y acceso a las nuevas tecnologías. Así, a partes iguales: quizás sea un buen comienzo para ponerlo todo del revés mientras la costa de Valencia se va limpiando. Quizás volveremos a ver el mar con una fuerza renovada y ojalá podamos transmitirla de una forma honesta a las generaciones que han de gobernar este planeta: a los que vienen como vosotros, queridos alumnos, a coger el testigo de la realidad.

Gema Rodríguez Muñoz

Profesora de filosofía en el Ies Martín Vázquez de Arce y estudiante de Comunicación Audiovisual.

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1Elvira Lindo: Niños sin banda ancha. El País, 05/04/20

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¿Por qué soy feminista?

Nací mujer. Me bautizaron, me vistieron de rosita… ¿Te suena?. Mi habitación estaba llena de peluchitos, muñecas, un carro de bebé y cientos de «Barriguitas». Luego vino Disney, las Barbies, las telenovelas más tarde. La Súper Pop, la Bravo ( un mundo de revistas juveniles que contribuyeron a construir nuestra identidad femenina) me dejaban echita trizas con tanto amor romántico destripado por sus páginas. Yo aún no lo sabía, pero se estaba gestando un monstruo dentro de mí…

No sé de donde me vino luego el aire este de intelectual que tengo, pero me acabé poniendo a estudiar filosofía. Y ahí fue dónde la lié bien parda, jeje… Una se pone a darle al coco y se encuentra con que le han vendido la moto, a muchos niveles: publicitario, moral, cultural, económico, emocional… Vaya, que se va dando cuenta una que ya no le gusta tanto La Bella Durmiente como cuando tenía 5 años y se empiezan a dar ciertas identificaciones con El patito feo ( menos en la parte de lo del cisne, que ya no es del orden de lo factible…)

En fin, uno o dos malos tragos amorosos acaban por plantarte en la edad adulta con más desencanto que encanto ( Cómo no, detrás de toda feminista que se precie hay un corazón escocido… Otro de los topicazos). La cosa es que esos malos tragos de los que ahora me río mientras escribo no tuvieron nada de graciosos y, más bien, si que tuvieron mucho de transformadores. Ya una vez se te pasa el despechamiento propio de la adolescencia te das cuenta de que sufriste mucho, demasiado, quizás en algunos casos de una forma sobrehumana… ¡¡¡Que terror y que pereza!!! Y bien, pues te haces mayor de repente.

Fuera ya de este tono paródico con el que vengo escribiendo: se te caen una serie de mitos de esos que llevas bien cogidos en el inconsciente. Te das cuenta de que no tienes nada que ver con lo que se espera de ti como mujer, como novia, como esposa, como mamá… Te das cuenta, al fin y al cabo, de que no tienes nada que ver con lo que te han colgado encima y que ya no se trata sólo de un despecho de malquerida: es que no va contigo la cosa, vaya…

Soy feminista más allá de esta biografía pseudo-ficticia y concentrada por muchas razones: porque creo que la masculinidad está en crisis, los mismos hombres lo perciben. Mis amigos me lo dicen cuando hablo con ellos. Ya no quieren ser fuertes, dominantes, arrogantes y protectores, ni tirar del carro de una familia ni tener una mujer florero. Soy feminista porque creo que las identidades de género ya no se sostienen: las mujeres tampoco queremos ser mamás esclavas, ni eternas amantes… Soy feminista porque creo que la sociedad capitalista se ha construido sobre un modelo patriarcal basado en la exaltación de la heterosexualidad, que nos hace caer a todos en un ilusionismo de la permanencia amorosa, económica, moral, laboral… Soy feminista porque aborrezco la ética del cuidado que se ha colocado sobre las mujeres a modo de corona de laurel: ¿qué hay en nuestros genes que determine que somos nosotras las que debemos cuidar y ellos los que deben ser cuidados? ¿qué virtuoso don se nos ha concedido que debemos utilizar a los 30 máxime y si no «se nos pasa el arroz»?… Soy feminista porque creo que siguen existiendo desigualdades sociales basadas en la subordinación de unas identidades de género a otras. Soy feminista, en definitiva, porque sigue existiendo una mentalidad patriarcal y machista que hace que hombres y mujeres se sitúen en niveles desiguales a los ojos de la legalidad, de la vida y de las relaciones sociales. Y ah!, se me olvidaba… Soy feminista porque soy educadora y desde esa perspectiva me es imposible concebir un modelo machista para el desarrollo de las generaciones futuras.

¿Por qué soy feminista? Porque sólo conozco una respuesta a todo modelo de imposición de jerarquías sociales: la lucha por la igualdad y el respeto y el consiguiente cambio de paradigmas que ello implica.

La rabia: 25-S

En mi casa no hay tele. Ni falta que hace… Sólo hace falta darse un garbeo por la red. Y, entonces, aparecen. Aparecen las imágenes, los vídeos, los comentarios interminables en blogs. Todo es rabia, odio, ira. Están los que estaban y lo vieron; Los que estaban, lo vieron y lo padecieron en sus riñones, en sus caras, en su brazos, en sus espaldas; Los que no estaban pero opinan; Los que se marcharon ya de este país y lo viven expectantes desde otros puntos del planeta… Noticias sobre policía de paisano infiltrada, encapuchados que gritan desde el suelo un nada conmovedor «¡soy compañero!» mientras sus camaradas  los apalean. Noticias más o menos creíbles de policías y miembros de la guardia civil que se desmarcan de la actitud violenta de sus compañeros de profesión (y así consiguen dejarnos un sabor de boca escéptico…). Y, entretanto, más violencia, más dolor y más resignación. Aparecen las imágenes de apoyo, de resistencia y de calor desde otros lugares. Aparecen las parejas que se abrazan en el suelo mientras reciben su parte de la ensalada de mamporros.

Y, mientras…Más violencia, dolor y resignación. Parece que se repite el mismo cuento de unos meses atrás…

Legitimados salimos a la calle. Legitimados por una palabra que parece haber perdido todo sentido en este país. No hay gobierno del pueblo porque no se está escuchando la voluntad popular. Las urnas ya se han quedado obsoletas. ¿Seguro que esa mayoría absoluta electoral que lleva al señor Rajoy y a su séquito a estar donde están se queda en casa cuando hay  concentraciones?. Es que, verán, no me salen las cuentas. Debe ser que soy de letras. O quizás es que se han dado cuenta de la que viene cayendo y la que les espera. Les está salpicando, a todos nos salpica:  los ciclos económicos no dejan a nadie fuera. Si creían que estaban a salvo con un gobierno de derechas, sus sospechas se han confirmado: A salvo están, bien salvaguardados de las libertades y los derechos básicos que todo ciudadano debe disfrutar. Me pregunto cuánta violencia injustificada nos queda por ver, cuántos debates sobre qué posiciones adoptar nos quedan por recorrer, cuánta hambre nos queda por pasar, cuántas mentiras más tendremos que oír… Si históricamente la democracia vuelve a recuperar algún día en este país su sentido etimológico, estaré orgullosa de verlo. Si no, creo que no tardaré mucho en ser yo también la que tome el camino del exilio…

Soy joven, tengo estudios, en este momento vivo sola gracias a mis dos trabajos, pero no me es fácil llegar a fin de mes. No quiero volver a casa de mis padres, no siento que sean responsables ya de mi economía ni de mi sustento. Ellos ya pasaron lo suyo y salieron adelante. Me gustaría tener familia en un futuro, mi propia familia. No siento ningún apego especial por esta tierra, pero tampoco me agrada la idea de marcharme: no me asusta la soledad, ni el futuro, me siento bastante capaz. No obstante, no veo por qué debería abandonar. Me digo esto y lo hago para autoconvencerme de que debo resistir, de que no sé por qué motivo extraño debo quedarme aquí. No obstante, uno o dos vídeos demoledores del pasado 25 de septiembre me hacen soñar con lo inesperado: lejos, un trabajo lejos,  lejos, unos nuevos amigos lejos… No quiero que mis hijos vivan en una sociedad como esta… No soporto verlo ni yo misma…

Pongamos que hablo de Madrid

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Todos los días se está haciendo sentir la acción organizada de la gente: cuando no es un grupo es otro, pero trabajadores, estudiantes y todo tipo de colectivos sociales en riesgo de pérdida de muchos de sus derechos fundamentales están organizando manifestaciones y acampadas que, más o menos masificadas, se están dejando ver en nuestras calles. Todos los días me llega una noticia de una u otra manifestación cercana: en contra de los recortes, en favor de la igualdad social, por el fin de la corrupción… Sea lo que sea el mensaje es el mismo: hemos de seguir organizándonos y saliendo a la calle, hacernos escuchar de la manera más cívica posible y defender aquello que no sólo creemos lícitamente defendible, sino todo aquello que, como seres humanos NECESITAMOS. Me refiero a esas cosas de poca importancia para las que últimamente no hay presupuesto: pongamos que hablo de educación, de sanidad, de vivienda digna…Pongamos que hablo de Madrid, como decía la canción.

No sé si nos escucharán con orejas abiertas o si simplemente nuestra presencia en las calles desembocará en nada, esa nada nadísima de la ignorancia, de la indiferencia…Esa nada que tanto nos empobrece y que nos quita la fuerza para seguir moviéndonos. Por ahora, me encanta seguir recibiendo esas noticias y diciendo «asistiré» a través del frio hilo de Facebook.

La lucha sigue, cueste lo que cueste

¿Qué hicimos ayer en Valencia? ¿Qué hicimos ayer como ciudadanos en miles de ciudades del planeta? Dos cosas fundamentales: decirle al mundo lo que queremos y decirle al mundo lo que no queremos. Queremos justicia social, oportunidades para todos, inversión en educación y sanidad, sistema digno de acceso a la vivienda, queremos dignidad como trabajadores, un mundo diferente en el que poder sembrar valores nuevos que TODOS deseamos pero que no nos hemos atrevido a soñar hasta que estábamos cansados. Cansados de lo que no queremos, de que nos ahoguen para poder vivir dignamente, de que unos pocos se enriquezcan a costa del sudor incansable de otros, de que las carencias sociales pierdan primacía y las inversiones de los gobiernos se desvíen hacia focos menos necesarios, de la incompetencia del sector político para hacer frente a una situación insostenible, de la hipocresía de los bancos, de las desigualdades sociales…Hartos de aguantar y de mirar a otro lado, pero la lucha sigue…cueste lo que cueste. Por una sociedad más justa y equitativa, tenemos que seguir saliendo a la calle.